«Jehová te pastoreará siempre, y en las sequías saciará tu alma, y dará vigor a tus huesos; y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan» (Isaías 58:11).
Me parecía que la santidad era dulce, placentera, tranquila. Me parecía… que hacía del alma un campo o un jardín de Dios con toda clase de flores agradables, encantadoras y serenas; flores que disfrutan de dulce calma así como también de los tiernos y vivificantes rayos del sol.
El alma de un creyente verdadero se parece a esas florecitas blancas que vemos en la primavera, que crecen humildes, al nivel de la tierra, abriendo su pecho para recibir los agradables rayos de la gloria del sol; regocijándose, por decirlo así, en un éxtasis de calma; difundiendo una dulce fragancia a su alrededor.
En una ocasión me fui cabalgando al bosque por el bien de mi salud. Cuando me bajé del caballo en un lugar retirado para caminar en contemplación divina y en oración, como había sido mi costumbre, tuve una visión de la gloria del Hijo de Dios que para mí fue extraordinaria.
Hasta donde puedo juzgar, eso continuó alrededor de una hora y me mantuvo casi todo el tiempo sollozando y bañado en un mar de lágrimas. Sentí en el alma un deseo ardiente de ser —no sé cómo expresarlo de otra manera— vaciado y aniquilado; de amarlo a él con un amor santo y puro; de servirlo y seguirlo; de ser santificado por completo y recibir una pureza divina y celestial.
—Jonathan Edwards