«El SEÑOR llamó a Samuel, y éste respondió:
—Aquí estoy. Y en seguida fue corriendo adonde estaba Elí, y le dijo:
—Aquí estoy; ¿para qué me llamó usted?
Entonces el SEÑOR se le acercó y lo llamó de nuevo:
—¡Samuel! ¡Samuel!
—Habla, que tu siervo escucha —respondió Samuel» (1 Samuel 3:1–10).
Esperar en Dios es vital para verlo y recibir una visión de él. Y la cantidad de tiempo que pasemos con él es también crítica, porque nuestros corazones son como una película fotográfica: a más larga exposición más firme la impresión.
Para que la visión de Dios se imprima en nuestros corazones, debemos sentarnos en silencio a sus pies por el más largo tiempo posible. Recuerde que la superficie inquieta de un lago no puede reflejar imagen alguna.
Sí. Nuestras vidas deben estar quietas y tranquilas si esperamos ver —y oír— a Dios. Y la visión que tengamos de él tiene el poder de afectar nuestras vidas en la misma forma en que un solitario atardecer trae paz a un corazón atribulado. Ver a Dios siempre transforma la vida humana.
Jacob… vio a Dios y se transformó en Israel. Una visión de Dios transformó a Gedeón de un cobarde en un soldado aguerrido. Y Tomás, después de ver a Jesús, cambió de un seguidor dubitativo en un discípulo leal y dedicado.
Desde los tiempos bíblicos, la gente ha tenido visiones de Dios. William Carey, misionero inglés y pionero, vio a Dios y dejó su banco de remendar zapatos para ir a la India. Durante el siglo diecinueve, David Livingstone vio a Dios y dejó todo atrás en Britania para transformarse en misionero y explorador siguiendo la dirección del Señor a través de las espesas selvas africanas.
Y literalmente miles más han tenido la visión de Dios y hoy están sirviéndole en las más alejadas regiones de la tierra buscando la evangelización oportuna de los perdidos.