«Entra en tu cuarto» (Mateo 6:6).
Los apóstoles, los hombres santos, los heroicos siervos de Dios, los fuertes soldados de Jesucristo en todo lugar y en todo tiempo han orado sin cesar.
Si Francisco de Asís sabía cómo batallar entre los hombres era porque se deleitaba en «volar lejos como un ave a su nido en las montañas».
John Welsh pasaba ocho de las veinticuatro horas del día en comunión con Dios, por consiguiente, estaba equipado, armado y listo para sufrir. David Brainerd viajó a través de los interminables bosques estadounidenses orando y así cumplió su ministerio en poco tiempo.
John Wesley dejó de vivir aislado y cambió la faz de Inglaterra. Andrew Bonar no perdió ni una vez la oportunidad de acercarse al propiciatorio y su comunión celestial hizo de él un creyente encantador.
John Fletcher a veces oraba toda la noche. Adoniram Judson ganó a Birmania para Cristo a través de la oración incansable. Así solían hacer los que trabajaron noblemente para Dios.
Si vamos a intentar cosas grandes para Dios y lograr algo antes de morir, debemos orar en todo momento y en todo lugar.
Dios se entrega en las manos de los que oran de verdad,
A solas al huerto yo voy,
Cuando duerme aún la floresta.
Y en quietud y paz con Jesús estoy
Oyendo absorto allí su voz
Él conmigo está, puedo oír su voz,
Y que suyo dice seré;
Y el encanto que hallo en él allí,
Con nadie tener podré.
Tan dulce es la voz del Señor,
Que las aves guardan silencio,
Y tan solo se oye esa voz de amor,
Que inmensa paz al alma da.
Con él encantado yo estoy,
Aunque en torno lleguen las sombras;
Mas me ordena ir que a escuchar yo voy,
Su voz, doquier la pena esté.

