«Después los sacerdotes y los levitas se pusieron de pie y bendijeron al pueblo, y el SEÑOR los escuchó; su oración llegó hasta el cielo, el santo lugar donde Dios habita» (2 Crónicas 30:27).
La oración es una herramienta delicada y divina que las palabras no pueden expresar y la teología no puede explicar, pero que el más humilde creyente conoce aunque no la pueda entender…
¡Oh, el inexpresable anhelo de nuestros corazones por cosas que no podemos comprender! Pero sabemos que son un eco del trono de Dios y un susurro de su corazón. A menudo, en lugar de un canto, son un lamento… y una carga.
Pero si son una carga, son una bendita carga y un lamento cuyo sentimiento oculto es la alabanza y un gozo superior. Son «gemidos indecibles».
No siempre podemos expresarlos y a menudo todo lo que entendemos es que Dios está orando en nosotros por algo que solo él entiende y que necesita su toque.
Así que podemos simplemente derramar desde la llenura de nuestro corazón la carga de nuestro espíritu y la pena que parece querer aplastarnos.
Podemos saber que él escucha, ama, entiende, recibe y separa de nuestra oración cualquier cosa que sea un error, imperfecta o equivocada.
Y entonces, presenta el recordatorio junto con el incienso del gran sumo sacerdote ante su trono en las alturas. Podemos estar seguros de que nuestra oración es oída, aceptada y contestada en su nombre.