«En efecto, la mujer quedó embarazada. Y al año siguiente, por esa misma fecha, dio a luz un hijo, tal como Eliseo se lo había dicho. El niño creció, y un día salió a ver a su padre, que estaba con los segadores. De pronto exclamó:
—¡Ay, mi cabeza! ¡Me duele la cabeza! El padre le ordenó a un criado:
—¡Llévaselo a su madre!
Éste la vio a lo lejos y le dijo a su criado Guiezi:
—¡Mira! Ahí viene la sunamita. Corre a recibirla y pregúntale cómo está ella, y cómo están su esposo y el niño. El criado fue, y ella respondió que todos estaban bien» (2 Reyes 4:17–26).
Por sesenta y dos años y cinco meses, tuve a mi amada esposa, y ahora, a mis noventa y dos, me he quedado solo. Pero me vuelvo al siempre presente Jesús mientras camino alrededor de mi cuarto, y digo: «Señor Jesús, estoy solo.
Sin embargo, no estoy solo porque tú estás conmigo y eres mi amigo. Por favor, Señor, consuélame, dame fuerzas y provee a tu humilde siervo todo lo que tú crees que necesita».
Nunca debemos sentirnos satisfechos hasta que hayamos llegado al lugar en el que conozcamos al Señor Jesús de este modo, hasta que hayamos descubierto que es nuestro amigo eterno, continuo bajo toda circunstancia y constantemente listo para probar que es nuestro amigo.
Las aflicciones no pueden causarnos daño cuando las mezclamos con sumisión.