«Las puertas de Jericó estaban bien aseguradas por temor a los israelitas; nadie podía salir o entrar. Pero el SEÑOR le dijo a Josué: “¡He entregado en tus manos a Jericó, y a su rey con sus guerreros! Tú y tus soldados marcharán una vez alrededor de la ciudad; así lo harán durante seis días. Siete sacerdotes llevarán trompetas hechas de cuernos de carneros, y marcharán frente al arca.
El séptimo día ustedes marcharán siete veces alrededor de la ciudad, mientras los sacerdotes tocan las trompetas. Cuando todos escuchen el toque de guerra, el pueblo deberá gritar a voz en cuello. Entonces los muros de la ciudad se derrumbarán, y cada uno entrará sin impedimento”» (Josué 6:1–5).
El «grito a voz en cuello» de una fe férrea es exactamente lo opuesto a los gemidos de una fe vacilante y las quejas de corazones desalentados. De todos los secretos del Señor, no creo que haya otro más impresionante que el secreto de este grito de fe «a voz en cuello».
«El Señor le dijo a Josué: “¡He entregado en tus manos a Jericó, y a su rey con sus guerreros!» (Josué 6:2). No es que le haya dicho: «Yo entregaré», sino: «He entregado». La victoria ya pertenecía a los hijos de Israel y ahora su próximo paso era tomar posesión de ella. Pero la gran pregunta era: ¿cómo? Parecía imposible, pero el Señor tenía un plan.
Nadie podría creer que un grito derribaría los muros de una ciudad. Pero el secreto estaba precisamente en ese grito, porque era un grito de fe. Y fue la fe la que se atrevió a reclamar una victoria prometida únicamente sobre la base de la autoridad de la Palabra de Dios, aun cuando no había señales físicas de su cumplimiento.
Dios cumplió su promesa en respuesta a la fe del pueblo porque cuando gritaron, los muros cayeron.
Dios había dicho: «He entregado en tus manos a Jericó» (Josué 6:2) y la fe creyó que era verdad. Algunos siglos más tarde, el Espíritu Santo registró este triunfo de fe en el libro de Hebreos como sigue: «Por la fe cayeron las murallas de Jericó, después de haber marchado el pueblo siete días a su alrededor» (Hebreos 11:30).