«Mas él conoce mi camino; Me probará, y saldré como oro.» (Job 23:10).
Oh, creyente, ¡qué gloriosa seguridad encontramos en Job 23:10! ¡Qué confianza tengo porque «mis caminos», caminos de pruebas y lágrimas, sinuosos, ocultos o enredados, «él… [los] conoce»… Hay un guía todopoderoso que sabe y dirige mis pasos, sea que me lleven a las aguas amargas del pozo de Mara o al oasis gozoso y refrescante de Elim (ver Éxodo 15:23–27)…
Cuando siento que Dios está muy lejos, por lo general está muy cerca de mí… ¿Sabemos de alguien más que nos alumbre más que el sol más radiante, que se llegue a nuestro cuarto con la primera luz del día, que tenga una ternura y una compasión infinitas, que se preocupe de nosotros a lo largo del día y que conozca el camino por el que vamos andando?
Durante tiempos de adversidad, el mundo habla de «providencia» con una total falta de comprensión. Saca de su trono a Dios, que es el Soberano viviente que conduce el universo, para reemplazarlo por una abstracción inanimada, muerta. A lo que le dicen «providencia» el mundo lo ve como una forma de destino, de suerte, desvalorizando a Dios de su posición como nuestro poderoso, personal y activo Jehová.
El dolor podría quitarse de muchas pruebas angustiantes si solo pudiera ver lo que Job vio durante el tiempo que sufrió aflicciones tan duras, cuando toda esperanza terrenal yacía a sus pies. Job no vio nada más que la mano de Dios, la mano de Dios detrás de las espadas de los caldeos que atacaron a sus siervos y ganado, y detrás del relámpago devastador; la mano de Dios dando alas al poderoso viento del desierto que barrió a sus hijos; y la mano de Dios en el terrible silencio de su casa destruida.
Así, viendo a Dios en todo, Job pudo decir: «El SEÑOR ha dado, el SEÑOR ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del SEÑOR!» (Job 1:21, itálicas del autor). Pero su fe alcanzó su cenit cuando este una vez poderoso príncipe del desierto «se sentó en medio de las cenizas» (Job 2:8) y aun pudo decir: «Aunque él me mate, seguiré esperando en él» (Job 13:15).