«Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, el hermano de Jacobo, y los llevó aparte, a una montaña alta. Allí se transfiguró en presencia de ellos; su rostro resplandeció como el sol, y su ropa se volvió blanca como la luz… Pedro le dijo a Jesús: —Señor, ¡qué bien que estemos aquí!» (Mateo 17:1, 2, 4).
Es muy bueno haber pasado por una experiencia sublime. No conocer la vida en las alturas es estar empobrecido y no tener plenitud. Esos momentos en que la presencia del Señor se manifiesta de una manera maravillosa en nuestra vida, los momentos en que él se da a conocer, no los tenga en poco. Pero asegúrese de obrar según lo que ve en esos momentos en la montaña con Dios.
Los horizontes se amplían cuando estamos en las alturas. Nos percatamos de que existe el peligro de hacer de la vida una existencia todo el tiempo al mismo nivel; una huella monótona de sendas trilladas; una cuestión de rutina absorbente, que nos embota e insensibiliza.
Alguien escribe: no toda la vida cristiana es un valle de humillación. Tiene sus alturas, desde donde hay una mejor visión.
Abraham vio en las gloriosas profundidades del firmamento estrellado, visiones que ningún telescopio podría haber revelado.
La almohada de piedra condujo a Jacob a la escalera de la visión.
Los sueños juveniles de José lo guardaron en las horas de desaliento y desesperación que vinieron después.
A Moisés, que pasó la tercera parte de su vida en el desierto, lo encontramos clamando: «Te ruego que me muestres tu gloria».
La visión de Job le mostró a Dios y lo sacó de sí mismo.
El marinero no espera ver el sol y las estrellas todos los días, pero cuando los ve, toma sus observaciones y navega por esa luz durante mucho tiempo.
Dios da días de iluminación especial para que podamos recordarlo en los días de sombra y podamos decir: «Me siento sumamente angustiado; por eso, mi Dios, pienso en ti desde la tierra del Jordán, desde las alturas del Hermón, desde el monte Mizar».
Si estas experiencias especiales vinieran muy a menudo perderían su sabor.