«Me arrebatas, me lanzas al viento;
me arrojas al ojo de la tormenta» (Job 30:22).
¿Ha visto alguna vez a alguien que en medio de un desastre haya dedicado tiempo a la oración? ¿Y que una vez que el desastre se haya olvidado quede un dulce recuerdo que dé ánimo a su alma?
Esto me trae a la memoria una imponente tormenta que presencié en cierta ocasión al final de la primavera: la oscuridad cubría por completo el cielo. No se veía nada, excepto cuando los rayos irrumpían violentamente a través de las nubes seguidos de potentes truenos. El viento soplaba y la lluvia caía como si el cielo hubiese abierto todas sus ventanas.
¡Qué desolación era aquella! La tormenta desarraigaba incluso los poderosos robles y ni las arañas escapaban al viento tormentoso a pesar de que estaban ocultas.
Pero he aquí que después que los relámpagos cesaran, los truenos se callaran y la lluvia dejara de caer, un viento occidental se levantó con una brisa dulce y apacible, obligando a retroceder a aquellas oscuras nubes.
Vi a la tormenta en retirada echar por sobre sus hombros y su brillante cuello una pañoleta arco iris. Se volvió, me echó una mirada y luego siguió, perdiéndose de mi vista.
Durante varias semanas después de la tormenta, los campos levantaron sus manos al cielo llenas de flores fragantes y celestiales. Y la hierba reverdeció, las corrientes de agua se llenaron y los árboles, gracias a su exuberante follaje, proyectaron una sombra mucho más generosa.
Todo esto, gracias a la visita que hiciera la tormenta; todo esto, aun cuando el resto de la tierra se hubiera olvidado de la tormenta, su arco iris y su lluvia.
—Theodore Parker
Es probable que Dios no nos dé una travesía fácil hasta la tierra prometida, pero sí nos da seguridad.
—Horatious Bonar