«Cuando alzaron la vista, no vieron a nadie más que a Jesús» (Mateo 17:8).
Cuando Samuel Rutherford estaba en la prisión de Aberdeen, se nos dice que acostumbraba escribir al comienzo de sus cartas: «El palacio de Dios, Aberdeen».
Cuando Madame Guyon estaba presa en el castillo de Vincennes, dijo: «Me parece que soy un pajarillo que el Señor ha puesto en una jaula y que no tengo ahora otra cosa que hacer, sino cantar».
«Y las prisiones serán como palacios
Si Jesús habita conmigo allí».
Nunca en mi vida he podido profundizar tanto en la Palabra de Dios como ahora; aquellas escrituras en las que antes no veía nada, ahora en este lugar y estado (la prisión de Bedford), me irradian luz, además, Jesucristo nunca fue más real y aparente que ahora; ¡aquí lo he visto y lo he sentido en realidad!
—John Bunyan
El Nuevo Testamento no nos cuenta ningún lamento por parte de los que se sacrificaron por Cristo. Los apóstoles nunca contaron en un tono patético la historia de lo que habían dejado por el ministerio cristiano.
Los mártires de la antigüedad a veces besaban el poste donde sufrían de una manera tan cruel.
Ese es el espíritu en el cual nosotros debemos perder, sufrir y morir por causa de Cristo.
Renunciando a todo de esta manera, lo ganamos todo. Nada produce mayor ganancia que las amorosas renuncias personales por causa de los valores más elevados.
«He visto los reflectores de una maquinaria gigante precipitarse hacia adelante a través de la oscuridad, sin hacer caso a la oposición y sin temer el peligro.
He visto los relámpagos a medianoche atravesar un cielo tempestuoso, rasgando la oscuridad caótica con rayos de luz, hasta que el cielo resplandecía como el sol del mediodía.
Yo sabía que esto era grandioso, pero lo más grandioso a este lado de la luz que fluye del trono del Dios todopoderoso es la bendita gracia de la vida humana que se entrega en servicio desinteresado por un mundo quebrantado y encuentra su hogar por fin en el regazo del Dios eterno».