«[Él] restaura a los abatidos y cubre con vendas sus heridas. »Él determina el número de las estrellas y a todas ellas les pone nombre» (Salmos 147:3, 4).
Uno de los más grandes artistas europeos pintó un hermoso cuadro al que llamó: «El consolador». El cuadro adornaba un dormitorio de una residencia inglesa.
Sentado en la cama un hermoso bebé, de un año de edad, sostiene un soldadito de juguete en su mano, apretándolo amorosamente contra su cuerpo.
Él no sabe lo que hay a su alrededor. Detrás de él, en la pared, está el cuadro de un hombre joven vestido de soldado; es el padre del niño. De rodillas, con la cabeza entre las manos, está la joven viuda vestida de negro, sollozando sin consuelo.
Es uno de los cuadros más tristes que el mundo jamás verá: un bebé que nunca conocerá y, por consiguiente, olvidará a su padre; una joven viuda que pasará por la vida con un corazón cargado y quebrantado.
Pero inclinado sobre ella, con la luz del cielo en su hermoso rostro, esta uno que pone con amor su mano sobre su hombro. No nos maravilla que el gran artista haya llamado al cuadro «El consolador».
«Permita que Dios cubra sus heridas —dijo San Agustín—.
No lo haga usted. Porque si quiere cubrirlas porque está avergonzado, el Médico no vendrá. Permita que él las cubra; porque cuando las cubre el Médico la herida se sana; cuando las cubre el hombre herido, la herida se oculta. Pero ¿de quién? De aquel que conoce todas las cosas».

