«En lugar de la zarza crecerá ciprés, y en lugar de la ortiga crecerá arrayán; y será a Jehová por nombre, por señal eterna que nunca será raída» (Isaías 55:13).
En la Conferencia de Jerusalén, un viernes santo estábamos en el monte de los Olivos y nuestro corazón estaba profunda y extrañamente conmovido al pensar que Jesús había salido de la ciudad y había subido al monte para morir. Me dije a mí mismo: «Me gustaría seguir sus pisadas y captar la misma pasión y la misma visión».
Cuando la reunión estaba llegando a su fin pensé: «Tomaré algo que me recuerde este momento». Me incliné para arrancar una flor, una de las flores que crecen abundantes en las laderas de Palestina.
Cuando estaba a punto de escoger mi flor silvestre, una voz interior me dijo: «No, esa flor silvestre no; más allá está el espino; llévate un gajo de ese». Era el espino del que hicieron la corona que clavaron en la frente de Jesús.
Yo protesté: «El espino no es hermoso, es feo; preferiría la flor», y otra vez me incliné para agarrar mi flor. La voz fue más imperiosa esta vez y dijo: «No, esa flor no, sino el espino; hay algo en el espino que no ves ahora; ¡llévatelo!».
Más bien renuente, me alejé de la flor silvestre y arranqué un gajo del espino y lo puse entre las hojas de mi Biblia. No, más profundo; lo puse entre los pliegues de mi corazón y lo llevé allí.
Pasaron semanas y meses. Un día, por casualidad miré el espino que había llevado dentro de mi corazón y, para mi asombro, ¡encontré que había florecido! Allí se encontraba la rosa de Sarón en hermosa profusión. Había algo más en el espino que yo no había visto.
«Querido corazón, de tu zarza florecerá una rosa para otros».
Para algunos viene esta cruz: la ausencia de la cruz. Hay siempre la sombra de la cruz. Imagínese que Dios la quitara, ¿qué pasaría?