«Donde no hay visión, el pueblo se extravía» (Proverbios 29:18).
Debemos ver algo antes de emprender nuestra misión. La fe debe tener primero visiones: la fe ve una luz, es decir, la luz imaginaria, ¡y salta! La fe siempre nace de una visión y una esperanza. Debemos ver el fulgor de lo que esperamos brillando a través del desierto, antes qué podamos tener una fe enérgica y vigorizante.
Podemos decir sin temor a equivocarnos que la mayoría de las personas no tienen esperanzas nobles y que están desprovistas de una visión espléndida y, por lo tanto, no tienen audacia para llevar a cabo empresas y lanzarse a aventuras espirituales.
Nuestras esperanzas son pequeñas e insignificantes y no originan cruzadas. No hay torres brillantes ni minaretes a nuestro horizonte, ni nueva Jerusalén y, por lo tanto, no intentamos exploraciones heroicas.
Necesitamos una transformación en cuanto a «las cosas que esperamos». Nuestro entendimiento necesita ser renovado y serlo diariamente. Necesitamos entronar en nuestra imaginación las remotas cumbres imponentes de posibilidades vastas y nobles. Nuestros horizontes grises y poco atractivos deben brillar con los colores perdurables de las esperanzas inmortales.