«Algún tiempo después, se secó el arroyo porque no había llovido en el país» (1 Reyes 17:7).
Semana tras semana, con un espíritu inquebrantable y firme, Elías observaba el arroyo cómo iba disminuyendo su cauce hasta que finalmente se secó. Tentado con frecuencia a dejarse llevar por la incredulidad, nunca dejó que las circunstancias se interpusieran entre él y Dios.
La incredulidad mira a Dios a través de las circunstancias, así como a menudo vemos el sol oscurecido por las nubes o el humo. Pero la fe pone a Dios entre uno mismo y sus circunstancias y las mira a través de él.
El arroyo de Elías disminuyó hasta convertirse en un hilo plateado que formaba pozas en la base de las grandes rocas. Pero las pozas se evaporaron, las aves volaron a otros sitios y los animales salvajes del campo y del bosque ya no volvieron a beber.
El arroyo estaba completamente seco. Y solo entonces ocurrió que vino al espíritu paciente y fiel de Elías la palabra del Señor diciéndole: «Ve ahora a Sarepta» (1 Reyes 17:9).
La mayoría de nosotros nos habríamos puesto ansiosos y cansados y habríamos hecho otros planes antes que Dios nos hablara. Nuestro canto habría cesado tan pronto como el fluir del agua perdía su musicalidad sobre el lecho rocoso.
Habríamos colgado el arpa en los sauces cercanos y empezado a pasearnos arriba y abajo sobre la hierba seca, preocupados por nuestra situación. Y probablemente, mucho antes que el arroyo se secara ya habríamos estructurado algún plan, pedido a Dios que lo bendijera y habríamos salido para otra parte.
A menudo Dios tiene que desenredarnos del lío que hemos armado, porque «su gran amor perdura para siempre» (1 Crónicas 16:34). Pero si solo hubiésemos sido pacientes y esperado para ver el desarrollo de su plan, nunca nos habríamos hallado en un laberinto tan complicado sin poder ver la salida.
Ni nunca habríamos tenido que volver atrás, desandar el camino, perder tiempo valioso y llorar lágrimas de vergüenza.
«Pon tu esperanza en el SEÑOR» (Salmos 27:14). ¡Espera con paciencia!