«Los jefes de los sacerdotes se pusieron a acusarlo de muchas cosas. —¿No vas a contestar? —le preguntó de nuevo Pilato—. Mira de cuántas cosas te están acusando. Pero Jesús ni aun con eso contestó nada, de modo que Pilato se quedó asombrado» (Marcos 15:3–5).
El apóstol escribe acerca de este silencio maravilloso del Dios hombre muchos años después.
«Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición, cuando padecía, no amenazaba».
Su silencio fue divino. Un mero ser humano no podía permanecer mudo de esa manera y, siendo inocente y libre de culpa, permitir que lo llevaran «como cordero al matadero»; como una oveja muda en manos de sus trasquiladores.
Ese silencio ante Pilato y después, el silencio en la cruz en medio de indecible agonía; ese silencio interrumpido solo siete veces con palabras breves de significado maravilloso; ese silencio de Jesús fue la culminación de una vida de silencio divino en circunstancias cuando la mayoría de los hombres deben hablar; una vida de silencio esperando hasta que cumpliera los treinta años para entonces iniciar su ministerio público y cual cordero, dirigirse hacia la cruz; una vida de silencio respecto de la gloria inefable que tenía con su Padre y el sufrimiento indecible que sufrió a manos de los hombres; una vida de silencio tierno respecto de las bendiciones a otros y la senda traidora de Judas.
Ese es el modelo para todos los que seguirían sus pisadas; el modelo para el que caminaría como él, porque él caminaba otra vez entre ellos. «¿Y cómo puede ser eso? Solo viendo el llamado y aceptándolo (1 Pedro 1:15).
Y tomando su cruz como nuestra cruz, «habiendo muerto» en él y con él podemos ahora vivir para Dios; por tanto, el silencio de Jesús puede conocerse en verdad y estaremos: callados en nuestro humilde servicio a otros, no buscando ser vistos por los hombres.