«Pero Jesús no respondió ni a una sola acusación» (Mateo 27:14).
No respondió a la acusación acusando a su vez; no respondió ni una palabra. ¡Cuánto se pierde con una palabra! ¡Esté quieto! ¡Permanezca callado!
Si lo hieren en una mejilla, presente también la otra. ¡Nunca replique! ¡Silencio, ni una palabra! No importa su reputación ni su carácter, están en las manos de él; los puede desfigurar si trata de retenerlos.
No luche. No abra su boca. ¡Silencio! Una palabra contristará, perturbará a la tierna paloma. ¡Silencio, ni una palabra!
¿Es usted malentendido? ¡Qué importa! ¿Dañará su influencia y debilitará su poder para hacer el bien? Déjeselo a él para que se encargue y solucione el problema.
¿Lo han tratado con injusticia y su buen nombre se ha manchado? ¡Está bien!
Manténgase manso y humilde, sencillo y tierno; ¡ni una palabra! Permita que él le guarde en completa paz; que su pensamiento persevere en él; confíe en él. Ni una palabra de argumento, debate o controversia. Ocúpese de lo suyo. Esté quieto.
Nunca juzgue, condene, acose ni censure. Ni una palabra. Nunca un comentario despectivo acerca de otro. Así como quisiera que los demás lo trataran, trátelos también a ellos.
¡Deténgase! Haga silencio. Definitivamente, ni una palabra: ni siquiera una mirada que desfigure la dulce serenidad del alma, tranquilícese. Conozca a Dios. Guarde silencio ante él. La quietud es mejor que el ruido.
Al suplicar, ni una palabra de murmuración o queja, ni una palabra para importunar o persuadir. Que el lenguaje sea sencillo, suave, tranquilo; no pronuncie una palabra, dele a él la oportunidad de hablar. Preste atención para poder oír su voz.
Esta es la manera de honrarlo y conocerlo. Ni una palabra, ¡ni la más mínima!
Escuche para luego obedecer. Las palabras traen problemas, esté quieto. Esta es la voz del Espíritu.
La inquietud, la irritación, la preocupación, hacen de su morada un lugar desagradable. Él es el que guarda en completa paz; no lo quite de sus manos.