«Sálvate a ti mismo» (Mateo 27:40).
¡Sálvate a ti mismo! Estas palabras le sonaban al Maestro. Las había oído en todas sus variaciones durante el período de su ministerio público.
Cuando un mensajero fue a Perea llevando la noticia de la muerte de Lázaro, sus discípulos trataron de disuadirlo de ir a Betania, para que se salvara a sí mismo.
Una familia ansiosa lo atendió en Capernaúm y le suplicó que regresara a Nazaret para que se salvara a sí mismo.
Ciertos griegos se acercaron a él durante la última Pascua y con toda claridad, le proveyeron una oportunidad para salirse de la escena con dignidad, para que se salvara a sí mismo.
En Getsemaní tomó su decisión final, en completo acuerdo con todas sus decisiones previas. No se salvaría a sí mismo. Ahora, agonizando en la cruz, oyó a los malhechores sugiriendo que se salvara a sí mismo, y a ellos.
Sus críticos y crucificadores se unieron al coro y clamaron: «Desciende de la cruz; sálvate a ti mismo».
Pero el que les enseñó a sus discípulos a negarse a sí mismos y a salvar su vida perdiéndola, había determinado de una manera definitiva entregarse a sí mismo.
—The Upper Room [El aposento alto]
Cuando un guía le dijo a un soldado romano que si insistía en hacer cierto viaje, con toda probabilidad iba a ser fatal, el soldado respondió: «Es necesario que yo vaya; no es necesario que yo viva».
Esto es profundo. Cuando tenemos convicciones como esta, llegaremos a algo digno de nuestro nombre de cristiano.

