«Si su hijo le pide» (Lucas 11:11).
Henry Gibbud trabajaba en una misión en la ciudad de Nueva York. Era un hombre de gran dedicación y maravilloso poder en la oración. En una ocasión había estado trabajando toda la noche en los barrios bajos de la gran ciudad.
Cansado y soñoliento al final de su ardua labor, se dirigió en la oscuridad de la madrugada hacia el muelle del transbordador de Brooklyn. Metió la mano en el bolsillo para pagar el pasaje a su casa, pero para su consternación descubrió que no tenía los tres centavos que necesitaba.
Su corazón se hundió en profundo desaliento, pero cerró los ojos y comenzó a orar. «Señor, he estado trabajando asiduamente toda la noche sirviéndote a ti, tratando de llevar a tus pies a mujeres y hombres perdidos. Tengo hambre, sueño y deseo ir a casa, pero no tengo ni siquiera tres centavos para mi pasaje. ¿No me ayudarás?».
Al concluir su sencilla oración, abrió los ojos. Algo brillante cayó en el polvo a sus pies. Se inclinó y recogió el objeto que brillaba, era una pieza de cincuenta centavos. Pagó su pasaje y siguió su camino regocijándose.
¿Qué ocasionó el gozo que inundó su corazón? Fue el cumplimiento de la preciosa promesa: «Si su hijo le pide».
¿Ha tomado usted su lugar en la presencia de Dios, no como un extraño, sino como hijo?
«Y si hijos, también herederos».