«Como estaba angustiado… [oró] “Padre, si quieres, no me hagas beber este trago amargo; pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya”. Entonces se le apareció un ángel del cielo para fortalecerlo» (Lucas 22:44, 42–43).
Hay un relato acerca de una mujer que había tenido muchas tristezas: sus padres, su esposo, sus hijos, su riqueza, todo había desaparecido. En su gran dolor oraba por la muerte, pero esta no venía. Ya no se dedicaba a ninguna de sus acostumbradas labores para Cristo.
Una noche tuvo un sueño: pensó que había ido al cielo. Vio a su esposo y corrió hacia él con ansias gozosas, esperando una alegre bienvenida. Pero, aunque parezca extraño, no resplandeció en su rostro una reacción de gozo, solo sorpresa y desagrado.
«¿Cómo llegaste aquí?», le preguntó. «No dijeron que te iban a llamar hoy; yo no te esperaba por mucho tiempo». Con llanto amargo, ella se volteó para buscar a sus padres. Pero en vez del tierno amor que su corazón anhelaba, recibió de ellos el mismo asombro y las mismas preguntas sorprendidas.
«Iré a mi Salvador —dijo llorando—, él me dará la bienvenida si nadie más lo hace». Cuando vio a Cristo había un amor infinito en su mirada, pero sus palabras vibraban de tristeza mientras decía: «Hija, hija, ¿quién está haciendo tu labor allá abajo?». Al fin, ella entendió: no tenía todavía el derecho de estar en el cielo; no había terminado su labor; había huido de su deber.
Ese es uno de los peligros de la tristeza: que en nuestro dolor por los que se han ido, perdemos nuestro interés en los que viven y disminuimos nuestro celo en la labor que se nos ha asignado. Por grande que sea nuestro luto, no podemos dejar nuestras tareas hasta que el Maestro nos llame a su presencia.