«Llegó una mujer con un frasco de alabastro lleno de un perfume muy costoso, hecho de nardo puro. Rompió el frasco y derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús» (Marcos 14:3).
«Y la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Juan 12:3).
María quería que se supiera que ese acto suyo lo hacía exclusivamente para él. Solo para él. Sin pensar en sí misma ni en ninguna otra cosa. Por otro lado, Marta servía, pero no era exclusivamente para él.
Puede haber sido en su honor, pero lo hacía para otros también. Simón puede haberlo agasajado, pero otros estaban incluidos en el agasajo también. Lo que María hizo fue para él solo. «Y entendiéndolo Jesús, les dijo: ¿Por qué molestan a esta mujer?».
Jesús lo entendió.
Jesús le preguntó a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?». «Sí, Señor, tú sabes que te quiero», contestó Pedro. «Apacienta mis corderos», le dijo Jesús… «Cuida de mis ovejas» (Juan 21:15–17).
«Lleva a este niño, críamelo y yo te lo pagaré».
¡Hazlo por mí!
«¡Para él! ¡Para él!», clama el hombre verdadero mientras alisa sus tablas, vende sus mercaderías, hace sus sumas o escribe sus cartas. «¡Para él! ¡Para él!», canta la mujer mientras usa su aguja, hace la cama, prepara los alimentos y limpia su casa.
«Todo el día extiende la mano para tocar al Cristo invisible y por la noche, el trabajo terminado se trae a él para recibir su bendición».