"el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres . . ."
Filipenses 2.5–11
La enorme caja estuvo en la esquina de nuestra sala durante semanas sin ninguna explicación. Apareció poco después de Acción de gracias, y permaneció allí, sin que nadie la tocara, casi todo el mes de diciembre. Era casi tan alta como yo, lo que no es mucho decir.
Apenas tenía cuatro años. A diferencia de las otras cajas cerca del árbol de Navidad, esta no estaba envuelta en papel de regalo vistoso ni tenía cintas resplandecientes. No tenía nombre, ni del dador ni del receptor. Estaba sellada con cinta adhesiva; muy bien sellada, si no mi hermano y yo la habríamos abierto. Todo lo que podíamos hacer era preguntar sobre ella.
Mamá no tenía ninguna explicación. Tampoco parecía impresionada. «Parece algo que tu papá compró para Navidad». En todo caso, asumió que papá había usado la Navidad como una excusa para comprarse un regalo. Él siempre había querido un motor fuera de borda para montarlo en un bote de pesca. ¿Acaso había uno en la caja? La mañana de Navidad, mientras mis hermanas mayores abrían sus regalos y mi hermano y yo correteábamos y jugábamos con nuestros juguetes nuevos, mi mamá se percató de que la enorme caja estaba todavía sin abrir. Entonces preguntó: «Jack, ¿no vas a abrir el regalo grande?». Papá no podía mantener más su cara seria que lo que podía caminar a la luna sobre un rayo lunar. Comenzó a sonreír, sus cejas se arquearon como pequeños arcoíris, y miró a mamá con una especie de brillo de Papá Noel en su mirada. «El regalo no es para mí; es para ti». Mi hermano y yo nos detuvimos, y los miramos. Papá nos hizo un guiño. Ella estaba mirando a papá. Sabíamos que algo divertido estaba a punto de ocurrir. Mamá caminó hacia la caja. Papá tomó en su mano la cámara ocho milímetros y todos los hijos nos acercamos a toda prisa. Mamá abrió de un tirón la caja sin remitente ni descripción. Metió la mano y comenzó a sacar papel de seda. Un montón tras otro. La imagen en la película —un recuerdo que a nuestra familia le encantaba mirar, rebobinar y volver a mirar— comienza a temblar cuando papá empieza a reírse. «Sigue buscando, Thelma», le dice, sin soltar la cámara. «¿Qué hay aquí?», pregunta, todavía sacando papel. Finalmente encuentra algo. Una caja dentro de la caja. La abre y encuentra otra caja. La abre, y encuentra otra. Esto pasa un par de veces más hasta que finalmente llega a la caja más pequeñita. La caja de un anillo. Mi hermano y yo gritamos: «¡Mamá, ábrela!». Ella sonríe a la cámara. «Jack». Yo no entendía el significado romántico de un nuevo anillo. Pero sí aprendí una lección: un regalo extraordinario puede llegar en un paquete nada extraordinario. Uno llegó en casa de los Lucado. Uno llegó en Belén.