«Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su alegría sea completa» (Juan 16:24).
Alejandro Magno tenía en su corte un filósofo famoso, pero pobre. Este adepto a la ciencia, una vez, estaba en circunstancias particularmente apremiantes. ¿A quién iba a pedir ayuda sino a su patrón, el conquistador del mundo? Su petición fue concedida con prontitud.
Alejandro le autorizó para recibir de su tesoro lo que quisiera. Enseguida pidió en nombre de su soberano diez mil libras. El tesorero, sorprendido ante una petición tan grande, rehusó obedecer, por lo que visitó al rey y le presentó el asunto, añadiendo además lo irrazonable que pensaba que era la petición y muy exorbitante la suma.
Alejandro escuchó con paciencia, pero tan pronto como oyó la protesta, replicó: «Que se pague el dinero de inmediato. Me agrada muchísimo la manera de pensar de este filósofo; me ha hecho un honor singular: por la magnitud de su petición demuestra la elevada idea que ha concebido, tanto de mi riqueza superior, como de mi magnificencia real».
Los santos no han alcanzado todavía el límite de las posibilidades de la oración. Todo lo que se ha obtenido y logrado apenas ha tocado el borde de la vestidura de un Dios que escucha la oración. Honramos las riquezas, tanto de su poder como de su amor, solo con grandes peticiones. —Dr. A. T. Pierson