Escuchar y Obedecer
Creo firmemente que Dios le dio a ese joven pastor una palabra de asesoramiento por medio del discernimiento que su Espíritu implantó en mi corazón.
Escuchar y Obedecer
Un joven que en cierta ocasión vino a verme era quizá el más dotado para el ministerio de todos los que había conocido. Era una persona sumamente preparada y formada para el servicio. Acudió a verme con decisión y, cuando comenzó a contarme lo que pensaba hacer, el Espíritu de Dios me habló al corazón con gran alarma.
Una luz roja se encendió en mi interior y dije: «No lo hagas. No estás en condiciones». Le expliqué por qué y le rogué que me hiciera caso. No quería. Decidió que estaba preparado, que el tiempo era oportuno e hizo oídos sordos a lo que Dios le estaba tratando de decir.
Al cabo de dos años perdió su ministerio, su matrimonio y todo lo que poseía, incluso su dignidad. Varios años después recibí una carta suya. Comenzaba así: «Estimado Dr. Stanley: ¡Si sólo hubiera escuchado!»
Creo firmemente que Dios le dio a ese joven pastor una palabra de asesoramiento por medio del discernimiento que su Espíritu implantó en mi corazón. El joven oyó hablar a Dios pero se negó a escuchar la advertencia divina.
Al recorrer las Escrituras resulta evidente que el compañero ideal es la obediencia. Dios exclama en repetidas ocasiones en todo el Antiguo Testamento: «Oye, Israel, y ponlo por obra». No era que Israel se negara a escuchar a Dios.
El mandaba a sus siervos —Moisés, Josué, Jeremías, Isaías y muchos otros— con anuncios claros para el pueblo. Sabían sin lugar a dudas cúales eran sus deseos, pero simplemente se negaban a obedecer. Así como sus frecuentes dificultades nacían del hecho de no obedecer la voz de Dios, así, también, buena parte del dolor, las penas y el sufrimiento en nuestra propia vida resultan de no responder con obediencia a su voz.
Resulta significativo que en la primera pareja que Dios creó había rasgos de los que escuchan pero se niegan a aceptar, y por ello siegan la dolorosa cosecha de la desobediencia. Génesis 2.15-17 expresa concisamente este perenne principio en las siguientes palabras:
Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase. Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás.
Aun cuando Eva no pecó contra Dios hasta que comió del fruto, el resultado de oír y luego no actuar en consecuencia se demuestra claramente en su vida. Dios había creado un ambiente perfecto en el huerto de Edén.
Adán, Eva y todo lo que había allí eran de carácter celestial. Las instrucciones para que se mantuviera esta vida prístina eran tan evidentes como un cielo sin nubes. «Tienen todo a su disposición. Lo hice para ustedes. Está a disposición suya para que lo disfruten y lo gocen. Todo lo que les pido es que lo cuiden. Les daré las fuerzas y la sabiduría necesarias para que puedan hacerlo». Luego agregó: «Tengo una sola restricción.
Hay un árbol en este huerto alrededor del cual he puesto un círculo, y bajo ninguna condición deben comer del fruto de dicho árbol del conocimiento del bien y del mal. Porque el día que coman de ese fruto, ciertamente morirán».
No había modo alguno en que Adán y Eva pudieran haberse equivocado. Dios fue claro, conciso y breve. No podían olvidar esa simple palabra de precaución y advertencia. ¿No es extraño, cuando pensamos en nuestra propia vida y en la provisión de Dios, que Satanás nos señale justamente aquello que no debemos hacer? ¿No es llamativo que se explaye sobre ese único aspecto prohibido? Todo «no harás» en la Biblia es una promesa de protección por parte de Dios;
Él siempre se ocupa de lo que más nos conviene. No quiere impedir que disfrutemos la vida, más bien quiere evitar que nos destruyamos a nosotros mismos y que nos coloquemos en una posición en la cual no podamos disfrutar la vida. Todo «no harás» es expresión del amor divino para con sus hijos.
Desde luego, sabemos que Satanás tentó a Adán y a Eva. Eva comió del fruto, lo ofreció a Adán y el pecado entró en el mundo, de modo que todavía hoy sufrimos las consecuencias de su imprudencia. Quiero señalar al lector ocho principios basados en este relato de las Escrituras que pintan sobriamente lo que ocurre cuando hacemos oídos sordos a la revelación divina. Son verdades permanentes que no reconocen fronteras en lo que respecta a época, edad o era.