La Confesion del Rey David
El Hijo de Dios murió por tus culpas en una cruz, él dijo: “Venid a mi todos los trabajados y cargados, que yo os haré descansar”.
“Entonces dijo David a Natán: pequé contra Dios… (2 Samuel)
La tarde moría arrobada en excitante tibieza, la polvareda distante evidenciaba el ejército de Israel que marchaba hacia su enfrentamiento con las huestes de Amón.
La ciudad de Jerusalén lucía en todo su esplendor, sobre el terrado de su palacio el rey David contemplaba extasiado las almenas de su mundo.
Atrás quedaba una historia de audacia y victoria. Ahora, descansando en sus triunfos de ayer, cometió el error de no cabalgar al frente de sus hombres sino quedarse a saborear el peligroso deleite del quietismo.
Su mirada giró lentamente en torno suyo, sus ojos agudos se posaron sobre una mujer que, ajena a la mirada sensual del monarca, se bañaba inocente en su casa.
Ese fue el primer paso, el primer peldaño en la escala de degradación que sumió al rey poeta en el caos espiritual que afeó su vida y manchó la gloria de su reino. El adulterio, el crimen pasional, la intriga, la vergüenza escondida fueron consecuencias de una mirada plena de lascivia y pecado.
El tiempo pasó, su miseria quedó en secreto, un hijo vino al mundo, el sol volvió a brillar, la brisa del olvido cicatrizó las heridas, la política del reino absorbió su tiempo, la impunidad de su crimen parecía definitiva.
Pero, cuando menos lo esperaba, llegó para entrevistarse con él un hombre de Dios. Sus palabras mesuradas y serenas no perturbaron inicialmente a David.
Poco a poco el relato de una supuesta historia fue sacudiendo al rey que, finalmente, al quedar con el alma desnuda sin poder esconder su vergüenza, se puso de pie con las facciones contraídas por la irrefutable evidencia de su caída y, con labios amargos de confesión, quebró el silencio acusador con dos palabras que marcaron el primer peldaño de su escala ascendente hacia Dios: “HE PECADO”. Es una escena común de nuestro mundo contemporáneo. Hombres y mujeres que duermen apoyados en sí mismos, ajenos a la lucha contra el mal, y su mirada vacía divaga sin rumbo, sin meta ni ideales. Hasta que por fin, sedientos de algo que satisfaga sus demandas frustradas, adulteraron su personalidad, sus convicciones, sus posibilidades, sus propias realizaciones y, prisioneros de su fracaso, pretenden aturdirse para olvidar su miseria. ¡Qué drama, qué triste verdad! Hombres huyendo de sí mismos, escondiéndose de su pasado, buscando apagar la abrasadora sed de su conciencia en cisternas rotas, esclavos a una turbación inconfesable que los atormenta y les niega la dicha de vivir en plenitud. David, al meditar y escribir sobre aquella hora aciaga de su experiencia expresaba: “Mientras callé, envejecieron mis huesos”, la fiebre de su crimen estaba minando su vida, las sombras de su pecado lo martirizaban, pero cuando vencido abrió su boca para confesar su pecado, el cuadro de un hombre azotado de remordimiento terminó. Tu historia no es única, el mundo está lleno de hombres que viven asediados por los escombros de un pasado, es lógico que calles, tu vergüenza es sólo tuya, pero déjame decirte que no debes caminar abrumado bajo el peso de tu pecado. El Hijo de Dios murió por tus culpas en una cruz, él dijo: “Venid a mi todos los trabajados y cargados, que yo os haré descansar”. Ven a Cristo ahora, deja tus cuitas en el Calvario. El quiere escuchar la confidencia de lo indecible, a solas con él puedes rever lo que queda atrás y ante su madero confesar con el corazón y los labios; Señor, “HE PECADO”. David perdió su hijo como dramática y desesperada consecuencia de su crimen. Dios perdió su Hijo como consecuencia de tu pecado. En las penumbras dolientes del Gólgota, Jesús el Hijo del Creador, murió abandonado para que, en medio de las densas sombras del remordimiento, puedas encontrar el amparo y perdón de Dios. Tomado del libro: Meditaciones trascendentes