Vida Eterna para Conocerle a Dios
Los santos del Antiguo Testamento esperaban con fe la seguridad de vida eterna, dada por Dios, después de su muerte. Lo que estaban buscando, era en realidad "una patria mejor... una celestial".
Hace unos meses, estaba leyendo un artículo acerca de cosas de lujo que se podían comprar, y una captó mi atención. Por un precio muy alto, uno podía ser congelado criogénicamente. Eso me recordó el artículo titulado "Hombre introduce demanda para que le permitan congelar su cabeza antes de morir", que había leído en la prensa local hacía varios años.
Thomas Donaldson, un matemático con un tumor cerebral estaba demandando al estado de California, con la esperanza de que le congelaran científicamente la cabeza antes de morir. Pensando que la medicina podría a la larga ofrecer una cura y también conectar la cabeza a un cuerpo sano, buscaba el permiso para utilizar esta técnica sin precedentes.
La suspensión criogénica implica un controversial procedimiento en el que la totalidad o parte del cuerpo de una persona se mantiene a menos 320 grados Farenheit. Pero el problema era que Donaldson quería que le preservaran la cabeza antes de que su cerebro muriera.
Acceder a esta solicitud, por supuesto, significaba un suicidio de su parte, y un asesinato por la parte de los médicos. Pero, decía Donaldson, "me estoy muriendo y quiero ser suspendido criogénicamente para poder ser revivido después y seguir viviendo".
Salomón escribió en Eclesiastés 3.11 que Dios ha puesto eternidad en nuestros corazones. En lo más profundo de nosotros existe el deseo de vivir para siempre. Incluso quien tiene ideas suicidas elegiría vivir para siempre si su vida fuera diferente. El mundo está llena de historias de hombres que hicieron lo imposible por vivir para siempre. Pero los que tenían fe recurrieron al Padre celestial en busca de la inmortalidad.
El libro de Hebreos nos recuerda que los santos del Antiguo Testamento esperaban con fe la seguridad de vida eterna, dada por Dios, después de su muerte. Aguardaban la promesa de la resurrección, al mismo tiempo que experimentaban el mismo sentimiento de ser forasteros y exiliados en la tierra. Lo que más anhelaban sus almas no lo encontrarían en esta vida; eso lo sabían intuitivamente.
Lo que estaban buscando, en realidad, es lo que el autor de Hebreos llamó "una patria mejor" (He 11.14-16). Pero eso no sería, por sí sola, una buena noticia. Tener un anhelo profundo por una patria mejor sería una buena noticia sólo con una condición, la cual revela el autor en la segunda parte del versículo: "Por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad" (cursivas añadidas). Lo que ellos esperaban, era lo que Dios tenía toda la intención de darles.
Job dice en el Antiguo Testamento: "Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí" (Job 19.25-27).
La resurrección era una esperanza ansiada en el Antiguo Testamento, pero en el Nuevo Testamento es una esperanza encarnada en Jesús. El Redentor de Job es nuestro Redentor, y también el primer Hombre resucitado de los muertos para la primicia de vida que es la humanidad glorificada.
Enfatizamos al mundo que Jesús vino a morir y a "dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20.28). Pero el propósito de su vida no fue proporcionar una muerte, Él vino para dar vida, ¡vida eterna! Los propósitos de nuestro Señor iban más allá de simplemente ofrecer el perdón por los pecados; lo que tenía en mente era la vida eterna, para la cual habíamos sido preparados: para la vida eterna que Él disfrutaba con su Padre.
Ésta fue la vida que perdimos en el Edén, la vida que estábamos destinados a vivir. Era una vida sin corrupción, sin fin, sin dolor, tristezas o sufrimientos.
Era una vida con Dios, ¡para siempre! En la Pascua de Resurrección centramos la atención en la crucifixión, porque es por ella que recibimos vida eterna.
Pero no debemos olvidar levantar nuestra mirada más allá del presente, y vislumbrar el propósito eterno para el cual murió Cristo.
Cuando Jesús anduvo en la tierra, no pensó sólo en la muerte segura y sacrificial que finalmente tendría. Hebreos nos recuerda que Él sufrió la cruz "por el gozo puesto delante de él" (12.2).
La muerte y el pecado tienen una vigencia limitada, pero la vida eterna con Dios no. Sin embargo, incluso el cielo no sería más que la promesa de unas vacaciones gloriosas, si no fuera por la seguridad de la eternidad. Ninguna vida, no importa lo maravillosa que puede ser, es capaz de satisfacer nuestros anhelos más profundos.
Ansiamos vivir para siempre en nuestra vida actual, pero será sólo en la eternidad donde nuestra nuestras almas se saciarán verdaderamente, porque la eternidad dejará tiempo para todo.
Nos atareamos demasiado y nos exigimos tanto, porque la vida humana es breve. Muchas veces, sin darnos cuenta, tratamos de meter la eternidad en 70 u 80 años. Y nos maravillamos de la tranquilidad de nuestro Señor, quien se dio a sí mismo sólo tres años para llevar a cabo la gran tarea de la redención.
Él nunca se sintió apremiado o urgido, porque nunca quitó sus ojos de lo eterno. Fuimos creados para la eternidad, hechos a imagen de Dios, que es un ser eterno.
Un millón de años no son tiempo suficiente para experimentar la vida que Dios ha dispuesto para usted. ¿Qué se siente no tener tiempo aquí en la tierra? ¿Qué ambiciones ha tenido que dejar de lado? ¿Qué oportunidades le fueron negadas? ¿Con qué limitaciones luchó? ¿Qué injusticia obstaculizó su progreso? La respuesta a estas preguntas no deben ser la ira, la amargura, la decepción o la tristeza.
La respuesta es la eternidad. Una vida acortada por el pecado no fue jamás el tiempo que Dios pensó darnos para lograr todo el potencial que Él creó en nosotros. Gran parte del estrés de la vida moderna se encuentra en la necesidad de elegir cómo y dónde pasaremos nuestro tiempo.
Se nos ha enseñado que el bien más precioso es el oro, pero eso está lejos de ser la verdad. Si usted poseyera todo el oro del mundo, pero luego su médico le dice que tiene una enfermedad terminal, ¿cuánto querría celebrar su riqueza? El tiempo es lo más precioso que tenemos.
El pecado no sólo nos robó la eternidad; también ha destruido nuestra capacidad de disfrutar de los años humanos en este mundo. Y vemos los efectos del pecado más gráficamente a través del tiempo:
nuestros cuerpos se debilitan, nuestra visión se oscurece, nuestra salud se deteriora y nuestras oportunidades se evaporan, hasta que al final podemos incluso recibir de buena gana el fin de nuestros días en esta tierra.
Pero, a causa de Cristo y de su muerte y resurrección, podemos cansarnos de la vida humana al igual que una mariposa se cansa de su sofocante capullo.
Nuestro cuerpo anhela ser puesto en libertad para la vida para la cual fuimos creados. Pablo dice: "Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos, deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial" (2 Co 5.1, 2).
Cuando María y Marta lloraban la muerte de Lázaro, Jesús trató de ayudar a Marta a salir de su limitada perspectiva en cuanto a la vida. Simplemente le dijo que su hermano resucitaría. Marta asintió amablemente: "Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero" (Jn 11.24).
Ella sabía que Dios algún día resucitaría a Lázaro. Jesús le dijo entonces: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? (vv. 25, 26). Es de dudar que Marta hubiera entendido en ese momento lo que Él quiso decir, aunque afirmó que sí.
Pero unos minutos después, Jesús levantó a Lázaro de los muertos. Fue entonces, pienso yo, que Marta lo entendió. Sin embargo, Lázaro resucitó sólo a la vida humana temporal, para que Jesús pudiera demostrar su poder sobre la muerte. Lázaro moriría de nuevo, y un día necesitará ser resucitado a la vida eterna.
Fue la resurrección del Señor lo que ilustró cómo será la vida después del capullo de las limitaciones humanas. Jesús fue plenamente humano, pero de una manera que nadie lo había sido antes.
Sólo en Él habita un cuerpo humano eterno que ha sido glorificado, y que no tiene limitaciones, un cuerpo en el cual el tiempo no tiene ningún efecto.
Jesús no vino sólo para dar vida eterna; Él era, en realidad, la vida eterna, y fue Él de quien provino la vida eterna para la humanidad.
Gracias a que Jesús tuvo vida eterna para dar, Él puede darnos esa vida a nosotros. Nuestra vida seguirá siendo eterna como la suya, porque Él se ha unido a nosotros para siempre.
Éste es el comienzo de la promesa de la Pascua de Resurrección; es el vislumbre de la vida eterna en la Patria Mejor. El haber recibido el regalo de la salvación eterna significa que usted jamás dejará de existir.
Su capullo terminará para siempre, y ése será el comienzo del resto de su vida. Para siempre.