Más cerca de Dios
Sería muy insensato y muy necio el hombre que se acercara a su Creador y le dijera ufano: «No soy un mendigo. Te amo desinteresadamente». Los que más se acercan en su amor a Dios al amor-dádiva están, inmediatamente después, e incluso al mismo tiempo, golpeándose el pecho como el publicano.
Más cerca de Dios | Predica de C.S. Lewis
Mateo 11.27–30 Salmos 90.1–6
Todo cristiano tiene que admitir que la salud espiritual de un hombre es exactamente proporcional a su amor a Dios. Pero el amor del hombre a Dios, por su misma naturaleza, tiene que ser siempre, o casi siempre, amor- necesidad.
Esto es obvio cuando pedimos perdón por nuestros pecados o ayuda en nuestras tribulaciones; pero se hace más evidente a medida que advertimos —porque esta advertencia debe ser creciente— que todo nuestro ser es, por su misma naturaleza, una inmensa necesidad; algo incompleto, en preparación, vacío y a la vez desordenado, que clama por Aquel que puede desatar las cosas que están todavía atadas y atar las que siguen estando sueltas.
No digo que el hombre no pueda nunca ofrecer a Dios otra cosa que el simple amor-necesidad: las almas apasionadas pueden decirnos cómo se llega más allá; pero también serían ellas las primeras en decirnos, me parece a mí, que esas cumbres del amor dejarían de ser verdaderas gracias, se convertirían en ilusiones neoplatónicas o hasta en diabólicas ilusiones, en cuanto el hombre se atreviera a creer que podría vivir por sí mismo en esas alturas del amor, prescindiendo del elemento necesidad. «Lo más alto —dice la Imitación de Cristo— no se sostiene sin lo más bajo».
Sería muy insensato y muy necio el hombre que se acercara a su Creador y le dijera ufano: «No soy un mendigo. Te amo desinteresadamente». Los que más se acercan en su amor a Dios al amor-dádiva están, inmediatamente después, e incluso al mismo tiempo, golpeándose el pecho como el publicano, y mostrando su propia indigencia al único y verdadero Dador; por eso, Dios los acoge.
Se dirige a nuestro amor-necesidad y nos dice: «Venid a Mí todos los que estáis cansados y agobiados»; o bien, en el Antiguo Testamento: «Abrid del todo vuestra boca, y yo os la llenaré». Un amor-necesidad así, el mayor de todos, o coincide con la más elevada y más saludable y más realista condición espiritual del hombre o, al menos, es un ingrediente principal de ella.
De eso se sigue una curiosa conclusión: en cierto sentido el hombre se acerca más a Dios en tanto que es menos semejante a Él; porque ¿es que hay algo más distinto que plenitud y necesidad, que soberanía y humildad, que rectitud y penitencia, que poder sin límites y un grito de socorro? Esta paradoja me desconcertó cuando me topé con ella por primera vez; y hasta echó por tierra todas mis anteriores tentativas de escribir sobre el amor. Cuando uno se enfrenta en la vida con eso, el resultado es parecido.
Debemos distinguir dos cosas, y quizá las dos se puedan llamar «cercanía de Dios». Una es la semejanza con Dios; Dios ha impreso una especie de semejanza consigo mismo, me parece a mí, a todo lo que Él ha hecho. El espacio y el tiempo son a su modo espejo de Su grandeza; todo tipo de vida, de Su fecundidad; la vida animal, de Su actividad. El hombre tiene una semejanza más importante por ser racional.
Creemos que los ángeles tienen semejanzas con Dios de las que el hombre carece: la inmortalidad (no tienen cuerpo) y el conocimiento intuitivo. En este sentido, todos los hombres, buenos o malos, todos los ángeles, incluso los caídos, son más semejantes a Dios que los animales. Su naturaleza está «más cerca» de la naturaleza divina. Pero en segundo lugar existe la que podríamos llamar cercanía de proximidad.
Si las cosas son como decimos, las situaciones en que el hombre está «más cerca» de Dios son aquellas en las que se acerca más segura y rápidamente a su final unión con Dios, a la visión de Dios y su alegría en Dios. Y al distinguir cercanía de semejanza y cercanía de aproximación, vemos que no necesariamente coinciden; pueden coincidir o no.
Quizá una analogía nos pueda ayudar. Supongamos que a través de una montaña nos dirigimos al pueblo donde está nuestra casa. Al mediodía llegamos a una escarpada cima, desde donde vemos que en línea recta nos encontramos muy cerca del pueblo: está justo debajo de nosotros; hasta podríamos arrojarle una piedra. Pero como no somos buenos escaladores, no podemos llegar abajo directamente, tenemos que dar un largo rodeo de quizá unos ocho kilómetros. Durante ese «rodeo», y en diversos puntos de él, al detenernos veremos que nos encontramos mucho más lejos del pueblo que cuando estuvimos sentados arriba en la cima; pero eso sólo será así cuando nos detengamos, porque desde el punto de vista del avance que realizamos estamos cada vez «más cerca» de un baño caliente y de una buena cena.
Ya que Dios es bienaventurado, omnipotente, soberano y creador, hay obviamente un sentido en el que donde sea que aparezcan en la vida humana la felicidad, la fuerza, la libertad y la fecundidad (mental o física) constituyen semejanzas —y, en ese sentido, acercamientos— con Dios. Pero nadie piensa que la posesión de esos dones tenga alguna relación necesaria con nuestra santificación.
Ningún tipo de riqueza es un pasaporte para el Reino de los Cielos.
En la cumbre de la cima nos encontramos cerca del pueblo, pero por mucho que nos quedemos allí nunca nos acercaremos al baño caliente y a nuestra cena. Aquí la semejanza y, en este sentido, la cercanía que Él ha conferido a ciertas criaturas, y a algunas situaciones de esas criaturas, es algo acabado, propio de ellas. Lo que está próximo a Él por semejanza nunca, por sólo este hecho, podrá llegar a estar más cerca.
Pero la cercanía de aproximación es, por definición, una cercanía que puede aumentar. Y mientras que la semejanza se nos da —y puede ser recibida con agradecimiento o sin él, o puede usarse bien de ella o abusar—, la aproximación en cambio, aunque iniciada y ayudada por la Gracia, es de suyo algo que nosotros debemos realizar. Las criaturas han sido creadas de diversas maneras a imagen de Dios, sin su colaboración y sin su consentimiento. Pero no es así como las criaturas llegan a ser hijos de Dios.
La semejanza que reciben por su calidad de hijos no es como la de un retrato; es, en cierto modo, más que una semejanza, porque es un acuerdo o unidad con Dios en la voluntad; aunque esto es así manteniendo todas las diferencias que hemos estado considerando.
De ahí que, como ha dicho un escritor mejor que yo, nuestra imitación de Dios en esta vida —esto es, nuestra imitación voluntaria, distinta de cualquier semejanza que Él haya podido imprimir en nuestra naturaleza o estado— tiene que ser una imitación del Dios encarnado: nuestro modelo es Jesús, no sólo el del Calvario, sino el del taller, el de los caminos, el de las multitudes, el de las clamorosas exigencias y duras enemistades, el que carecía de tranquilidad y sosiego, el continuamente interrumpido. Porque esto, tan extrañamente distinto de lo que podemos pensar que es la vida divina en sí misma, es no sólo semejanza, sino que es la vida divina realizada según las exigencias humanas.