El Valle de la Esperanza
No desmayes pues, en tu sendero de soledad y amargura, Jesús está cerca
“Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor, por valle de esperanza…”. Óseas 2.15
Siguiendo con el sistema adoptado, quisiera entresacar de la Biblia un hombre que por sus características, o debido a las circunstancias que rodearon su actitud, personifica esta tercera dimensión del enfrentamiento del hombre con Dios, faceta que denominaremos: “El valle de la esperanza”.
El calor sofocante no amedrentó a la sedienta y anhelante multitud que, segura de recibir néctar vivificante, siguió a Jesús hasta la escarpada montaña. Un mundo nuevo iba a surgir de sus trascendentes conceptos sobre el significado final de la existencia. Cuando la historia no tenía ya mensaje Dios habló a los hombres…
Las horas transcurrieron vertiginosas, la humanidad acababa de recoger su lección suprema, el viento de la cumbre había dulcificado la atmósfera enrarecida de una tierra sin fe. Las palabras del incomparable Maestro sacudieron del letargo a una generación esclava de un pasado y vacío sin Dios; un concepto de experiencia superior fue el patrimonio de quienes, seducidos por su lenguaje, lo escucharon en silencio.
El sol ya moría en el ocaso, la multitud lentamente abandonaba el monte, la brisa tibia del atardecer traía aún el eco de palabras transformadoras que el mundo nunca había escuchado. También Jesús descendió por la ladera y, al llegar al valle, le aguardaba un drama, un drama de dolor y abandono, un drama de esperanza y fe.
Tenía los ojos hundidos como escondiendo la mirada de quienes lo contemplaban con repulsión, de estatura pequeña y labios gruesos, el cabello renegrido, y desordenado le daba un aspecto tristemente tosco. En su rostro y mano la lepra era inescondible. Al ver a Jesús se encendieron sus ojos y, con voz grave y decidida le rogó que lo sanase. Todos contuvieron el aliento, Jesús acortó la distancia que lo separaba de aquel hombre deshecho, puso su mano cariñosa sobre aquellos hombros llagados, que por años no habían sentido el calor de una mano amiga, y la gloria de su poder hizo el resto. Vosotros decís un milagro, yo digo que no, simplemente una consecuencia: el milagro era Cristo mismo. Era un hombre que por su enfermedad lo había perdido todo: su lugar en el hogar, su ubicación en la sociedad judía, su comunión con el templo y, en el ritual hebreo, su comunión con Dios. Sí, lo había perdido todo, menos la esperanza. Y al ver a Jesús, su patíbulo de aflicción y soledad se transformó en un altar de inexplicable fe, su valle de dolor y abandono en: Un valle de esperanza. La lepra es un símbolo del pecado, cuántos hombres deambulan por este mundo con el alma llagada por las miserias humanas y el rostro deformado por la tragedia espiritual que vive en su herido corazón. Hombres que lo han perdido todo: la dulzura y pureza de un hogar, su correcta ubicación en la vida, su identificación con los valores más sublimes de la experiencia, su relación con Dios, hombres vacíos y al margen, que sin tener nada pueden tenerlo todo si recobran la esperanza. El relato bíblico es ilustrativo de lo que Cristo hizo por nosotros. El dejó las cumbres sacrosantas de su trono eterno para descender a nuestro valle de dolor y pecado. El conocía la historia de quienes viven sin tener vida y su propósito fue curarlos del cáncer moral del pecado, restaurarlos al hogar perdido, darles la fuerza de una convicción, un lugar inamovible en la vida y un santuario íntimo donde sentir y tener a Dios. No desmayes pues, en tu sendero de soledad y amargura, Jesús está cerca, él puede, y quiere acortar la distancia que te separa de quien te amó hasta lo indecible, quiere poner sus manos de simpatía y amistad sobre tus llagas para que sientas el bálsamo de su presencia, quiere limpiarte de tu mal para que no transites al margen de la vida y de Dios, sino que en él encuentres el comienzo de un nuevo sendero de elevación y experiencia renovadora. Tomado del libro: Meditaciones trascendentes