Sal del statu quo
Hay ciertas cosas que nadie puede hacer por mí, ni debiera hacerlo. Mi relación con Dios, por ejemplo, cae firmemente en mis dominios.
Maritza y Roberto viven juntos en Pensilvania, en una casa desordenada, de dos dormitorios, con su hija de seis años.
Maritza está preocupada. Ha leído todo libro sobre organización al que le haya podido poner las manos encima, y también algunos sobre limpieza. Sin embargo, al parecer, nada le sirvió de ayuda.
Ella está preocupada sobre todo por su hija Sandra. ¿Cómo puede enseñarle que guarde las cosas cuando han estado allí por años? Maritza y Roberto no planean tener más hijos, pero han guardado todos los juguetes y toda la ropa de bebé que usó su hija.
Maritza siente como si la casa interfiriera tanto en su vida social como en la educación de su hija. Una vecina la invitó a almorzar y observó cómo ella tenía la casa tan bien arreglada y en orden.
Las habitaciones de los niños, los armarios y cada rincón de la casa lucía bien limpio y ordenado.
Maritza le retribuyó la invitación.
Con cuidado limpió los baños y la zona donde estaría su vecina y cerró las puertas de los dormitorios. Preparó un lindo almuerzo y estuvo muy cordial. Ella cuenta que desde ese día su vecina no le volvió a dirigir la palabra y sospecha que tiene que ver con el desorden que vio en la casa.
En otra ocasión invitaron con su esposo a unos familiares a pasar las fiestas. Un sobrino, en su inocencia de cinco años dijo: “La casa de ustedes es un desorden”. Esto lastimó tanto los sentimientos del ama de casa que habría deseado tirar a la basura toda la comida.
El gran acontecimiento por el cual trabajó con tanto ardor y les significó la inversión de importante suma de dinero, quedó arruinado. Su esposo, el cual de todos modos nunca fue amigo de recibir invitados, dijo que la lección de esto era que nunca más iban a invitar a nadie, y así lo hicieron. Roberto es el más desordenado. No quiere desechar nada y tampoco quiere que lo haga su esposa. No quiere que ella saque cosas del medio y cuando trata de hacerlo, él se queja. Dice que lo pone nervioso. No acepta la tensión de vivir en una casa pulcra donde siente que no puede distenderse. Si ella se queja por lo que hace Roberto, él se vuelve violento con ella o descarga su ira haciendo el desorden aun mayor. Así estaban las cosas cuando Maritza contempló su situación pensando en la casa y preguntándose qué podía hacer al respecto. Se preguntó si lograría encontrar otro libro de mantenimiento del hogar, dado que hasta aquí ninguno había tenido éxito. Aquí el verdadero problema no es la casa. Es un punto débil que es lo primero que hay que quitar en su tirante relación. Es probable que Roberto tenga un verdadero problema psicológico. Sin duda, tiene un problema espiritual serio. Quizá tenga un trastorno obsesivo-compulsivo. Una cosa es cierta: Quiere controlar a su esposa y la casa es parte de ese control. Roberto es muy enérgico y ella se lo permite. Maritza está confusa. Describe el comportamiento de su esposo como “no cooperativo”. Es aun mucho más que eso, él no reconoce que es un desordenado. No quiere estar organizado ni tampoco quiere que lo haga su esposa. Está tan alterado por esto que quizá llegue hasta la violencia. Bajo ninguna circunstancia ella debiera permitir que esto continúe. Tendrá que hacer todo lo que sea necesario para detenerlo. Necesita tomar algunas decisiones que respeten al desordenado, pero que demuestren una cierta independencia de él. Es algo difícil de comprender para las mujeres, pero una parte de nuestras vidas la debemos vivir por nosotras mismas, solas y de un modo independiente. Por vida independiente quiero decir que debo asumir toda la responsabilidad de lo que es mi área específica de atención. Cae bajo la categoría de la orden dada en Gálatas 6:5: “...porque cada uno llevará su propia carga...” Hay ciertas cosas que nadie puede hacer por mí, ni debiera hacerlo. Mi relación con Dios, por ejemplo, cae firmemente en mis dominios. Otros me podrán inspirar o animar, pero nadie puede colocarme en esa relación.